¿Recuerdas la última vez que compraste un bolígrafo o un lápiz? Si contestas afirmativamente, perteneces a una pequeña minoría de humanos que lo hacen; los demás sencillamente nos los encontramos.
Debido a mi curro me encuentro bolis o lápices en mi camino constantemente; en las aulas, en la sala de profes... y no es que los mangue, simplemente los cojo. Necesito escribir algo, veo un instrumento de escritura abandonado, y me hago con él. Y lo cierto es que no suele durarme demasiado, porque al día siguiente soy yo quien lo deja sobre la mesa de la sala de profes, y alguien que lo necesita hace lo mismo que hice yo el día anterior; es lo que yo vengo a denominar el ciclo de los instrumentos de escritura. Es como si existiera un “estuche móvil cósmico” que todos compartimos; ¿no es bonito pensarlo así?
Pero a ver, no puedo insistir demasiado en que yo no soy ninguna choriza: en primer lugar, no se me ocurriría coger un boli/lápiz sabiendo quién es su dueño. Ni uno que sea obviamente caro. Los bolis que adopto temporalmente suelen ser como mucho bolis bic –no mordisqueados, eso sí- bolis de publicidad... en general bolis cuando menos mediocres. A veces me llevo una agradable sorpresa, y el cutre-boli que cojo para hacerme un apaño escribe que da gusto, y claro, entonces ya lo secuestro definitivamente y me lo llevo a casa con la aviesa intención de que pase a formar parte de mi “colección privada”. O me encuentro un boli pilot rosa fucsia monísimo abandonado sobre una mesa al final de la jornada, cuando ya se ha pirado todo el mundo, y antes de que se lo lleve otr@, pues me lo llevo yo. Lo mismo me pasa cuando se cruza en mi camino un lápiz largo al que prácticamente le han sacado punta una sola vez... porque es que a mí los lápices largos y nuevitos me chiflan.
El caso es que por diversas razones, el boli o lápiz que ha llegado a mis manos puede también acabar estancado en un portalápices de mi casa, desde donde al cabo de unos meses es trasladado a mi caja de las pinturas -una caja de esas antiguas de cola-cao que teníamos en casa cuando yo era pequeña y de la que me apropié cual buitre en cuanto se despistaron mis hermanos. Y que a ellos les dio más bien igual, todo sea dicho. A lo que íbamos; los lápices por ejemplo, después de usarlos un tiempo, en cuanto bajan de unos quince centímetros, pues los jubilo y empiezo con otro. Me da un poco de pena, porque es como si yo hubiera disfrutado lo mejor de su vida, y los abandonara cuando ya no son tan guay... bueno, de hecho eso es exactamente lo que hago. Y los bolis... pues en cuanto me hago con uno que escribe mejor o es más chulo, o es más nuevo... ¡a la caja de las pinturas con el viejo!

Pero este finde me he dado cuenta del gran drama del que estoy siendo responsable, y he decidido enmendar la situación... ¡voy a liberar todos esos lápices y bolis condenados a la estéril oscuridad de mi caja de las pinturas! Es más, os arengo a todos, oh lectores: ¡Regresemos aquellos lápices y bolis que no utilizamos a la circulación; al ciclo de los instrumentos de escritura! ...¡¡Devolvámoslos la vida!!
Yo ya tengo mi hatillo preparado, y hoy voy a liberar los que obran en mi poder en la sala de profesores, poniéndolos a disposición de mis colegas escribientes. Seguro que no tardan en desaparecer; en unirse a ese gran recurso que nos pertenece a todos, y a la vez no nos pertenece a nadie; el gran estuche móvil cósmico.