Estos últimos días del verano cogí la costumbre de acercarme en bici al
parque de los perros a última hora de la tarde, con mi mantita de picnic y un libro, para disfrutar los últimos rayos del sol al aire libre.
Uno de esos días que estaba tirada en el césped leyendo vi un niño como de siete u ocho años, bangladesh o indio, que caminaba hacia mí. Supuse que me iba a preguntar la hora, y le seguí con la mirada con curiosidad mientras se acercaba. Al llegar a mi altura se dirigió a mí: “Señora… -empezamos mal- me podría prestar la bici para dar una vuelta?”
Estoy acostumbrada a que me pidan la bici los tíos en el barrio - casi siempre negros y marroquíes- supongo que como forma de iniciar un torpe flirteo. Y no me cuesta en absoluto sonreirles de buen rollo y con cualquier razón improvisada decirles que no. Y me quedo tan ancha, oiga. Pero jo, un niño…
Yo pensaba; este pobre, que le apetece darse una vuelta en bici, ¿y yo le voy a negar el gusto? Pero claro, es que cualquiera se fía. “Pero… no te vas a ir lejos, ¿no? Te vas a quedar por el parque, que yo te vea…” Y mientras se lo decía, me decía a mí misma que si al chavalín le daba la gana se podía poner a pedalear a toda leche, pasarle la bici a un adulto forajido y dejarme a mí con dos palmos de narices presenciándolo todo. El niño debió de leer la expresión en mi cara, e interrumpió mis cenagosos pensamientos: “Yo nunca he robado nada.”
Me desarmó tanto su franqueza tan inocente y sin rodeos que no pude resistirme; “Veeenga, vaaleee…” Le bajé un poco el sillín, el niño se montó en la bici –enorme para él- y se puso a pedalear con dificultad pero alegremente. Mientras se alejaba yo no podía evitar seguirle con la mirada, pensando “imagínate que no vuelvo a ver a Mi bici, la cara de gilipollas que se me iba a quedar.” Cada vez que perdía de vista al niño me inquietaba, para luego sentir gran alivio al verle reaparecer. Al cabo de un ratillo de inevitable zozobra me empecé a tranquilizar pensando que si hubiera querido darse a la fuga ya lo hubiera hecho, y con este argumento me forcé a mí misma a relajarme y seguir con mi lectura.
Al cabo de unos minutos el niño volvió, se bajó de la bici como pudo y me dio las gracias con una sonrisa satisfecha. Mantuvimos un breve intercambio de frases en que me comentó que el último día que le habían prestado una bici, era tan grande que se había hecho daño “aquí” -mano en la entrepierna. Antes de despedirnos le dije que si otro día me veía por allí, que me volviera a pedir la bici, y el niño se fue trotando alegremente hacia donde vi que estaban su madre y su hermano.
El sol ya se estaba poniendo y empezaba a refrescar, así que recogí el “ranchito” y me monté en la burra. Cuando iba a empezar a pedalear, una chica como de mi edad que había presenciado todo se dirigió a mí:
-¿Qué ha dicho el niño? ¿Que no te la iba a robar?
-No; que nunca había robado nada. Qué majo, pobre… -contesté conmovida recordándolo.
-Sí, claro, como para fiarte. Porque claro, no son ellos, son sus padres, que los ponen a robar, y luego… -blablabla quejumbroso durante un buen rato. Yo esperando el momento de cortarla.
-Ya, pero mira, este niño lo único que quería era darse una vuelta en bici, y yo… yo me vuelvo a casa con una alegría de haberme fiado y que me haya salido bien, y él se ha dado su vuelta en bici, y todos tan contentos.
-Sí bueno, porque has tenido suerte. Pero yo el otro día en la T4, se me acercaron unos chicos y… - más blablabla de tía amargada.
-Bueno –le interrumpí- que yo tengo que irme…
Y allí le dejé con su mal rollo; a mí que no me enturbiara mi alegría una blablablera resentida.
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El caso es que ayer me acordé de esta historia, porque después de casi tres semanas, Cristina, la rescatadora del gato, se pasó por mi casa para hacer una visita a Yoda y de paso devolverme los 20€ que
me había pedido prestados. Huelga decir que la pasta es lo de menos, pero me da mucha satisfacción y mucha alegría confiar en alguien, y en contra del pronóstico de muchos, no ser defraudada.
Además me da argumentos para seguir confiando.