Creo que ahora las cosas han cambiado, pero cuando yo era pequeña, si tu madre te llevaba al médico con cualquier dolencia, tenías todas las papeletas de salir de allí con una receta para el practicante.
El practicante de mi barrio estaba a pocos minutos de mi casa; era una especie de clínica en un local como el de las tiendas, que consistía en una sala de espera y un cuartito detrás de una puerta, donde te ponían la inyección. Cuando mi madre me llevaba al practicante yo iba andando de su mano; indefensa, atemorizada, llorando, casi arrastrando los pies, como si me llevaran al matadero y no pudiera hacer nada por evitarlo.
En la sala de espera había una energía espeluznante; la enfermera iba diciendo los nombres de los reos y en seguida sabías quién era el niño nombrado, porque prorrumpía en un terrible llanto y empezaba a patalear desesperadamente, intentando resistirse mientras era arrastrado por su madre hacia el patíbulo. Se cerraba la puerta y el llanto se amortiguaba apenas; luego oías la palmadita del médico, el berrido final, y a la madre intentando tranquilizar a la criatura: “Ya está, ya pasó…” Momentos después se abría la puerta y veías salir al niño hipando; humillado y dolorido.
Durante todo el proceso tú estabas fuera siendo testigo de aquella escalofriante escena, que se repetía una y otra vez, sabiendo que pronto te iba a tocar a ti. Cuando la enfermera salía y decía tu nombre, te entraba el pánico más absoluto, y pataleabas, y gritabas “¡¡¡Noooooo…!!!” pero sabías que no había escapatoria. Lo curioso es que no intentabas irte cuando estabas esperando en la sala, que hubiera sido lo más inteligente, pero éramos pobres ovejitas indefensas.
Me contaba Ray que en su pueblo el practicante hacía visitas a domicilio, y que cuando llegaba a su casa él huía despavorido hacia su habitación, y se metía debajo de la cama: “Y odiaba a muerte a mis hermanos porque me sacaban de mi refugio y me llevaban a rastras a que me pusieran la inyección, y yo bramaba y pataleaba hasta el último momento. Era más doloroso el terror de lo que te iba a pasar y la traición de tu propia familia que la inyección en sí.”
La traición. Después de varias veces de llevarme mi madre al practicante, supongo que mis padres pensaron que era una buena idea ahorrarse y ahorrarme el suplicio del paseillo al matadero, así que mi padre empezó a ponerme las inyecciones él mismo -había aprendido a ponerlas porque su madre las necesitaba a diario. Pero era terrible que las personas en quienes tú confiabas y que decían quererte, tus propios progenitores, te cogieran desprevenida en tu habitación cuando estabas jugando despreocupadamente y te inmovilizaran para someterte a semejante abuso de poder. Aún recuerdo la sensación de indefensión tan grande que sentía.
Al día siguiente en el colegio, el dolor de la inyección en tu tiernita nalga te recordaba a cada instante la traumática experiencia por la que te habían hecho pasar.
El practicante de mi barrio estaba a pocos minutos de mi casa; era una especie de clínica en un local como el de las tiendas, que consistía en una sala de espera y un cuartito detrás de una puerta, donde te ponían la inyección. Cuando mi madre me llevaba al practicante yo iba andando de su mano; indefensa, atemorizada, llorando, casi arrastrando los pies, como si me llevaran al matadero y no pudiera hacer nada por evitarlo.
En la sala de espera había una energía espeluznante; la enfermera iba diciendo los nombres de los reos y en seguida sabías quién era el niño nombrado, porque prorrumpía en un terrible llanto y empezaba a patalear desesperadamente, intentando resistirse mientras era arrastrado por su madre hacia el patíbulo. Se cerraba la puerta y el llanto se amortiguaba apenas; luego oías la palmadita del médico, el berrido final, y a la madre intentando tranquilizar a la criatura: “Ya está, ya pasó…” Momentos después se abría la puerta y veías salir al niño hipando; humillado y dolorido.
Durante todo el proceso tú estabas fuera siendo testigo de aquella escalofriante escena, que se repetía una y otra vez, sabiendo que pronto te iba a tocar a ti. Cuando la enfermera salía y decía tu nombre, te entraba el pánico más absoluto, y pataleabas, y gritabas “¡¡¡Noooooo…!!!” pero sabías que no había escapatoria. Lo curioso es que no intentabas irte cuando estabas esperando en la sala, que hubiera sido lo más inteligente, pero éramos pobres ovejitas indefensas.
Me contaba Ray que en su pueblo el practicante hacía visitas a domicilio, y que cuando llegaba a su casa él huía despavorido hacia su habitación, y se metía debajo de la cama: “Y odiaba a muerte a mis hermanos porque me sacaban de mi refugio y me llevaban a rastras a que me pusieran la inyección, y yo bramaba y pataleaba hasta el último momento. Era más doloroso el terror de lo que te iba a pasar y la traición de tu propia familia que la inyección en sí.”
La traición. Después de varias veces de llevarme mi madre al practicante, supongo que mis padres pensaron que era una buena idea ahorrarse y ahorrarme el suplicio del paseillo al matadero, así que mi padre empezó a ponerme las inyecciones él mismo -había aprendido a ponerlas porque su madre las necesitaba a diario. Pero era terrible que las personas en quienes tú confiabas y que decían quererte, tus propios progenitores, te cogieran desprevenida en tu habitación cuando estabas jugando despreocupadamente y te inmovilizaran para someterte a semejante abuso de poder. Aún recuerdo la sensación de indefensión tan grande que sentía.
Al día siguiente en el colegio, el dolor de la inyección en tu tiernita nalga te recordaba a cada instante la traumática experiencia por la que te habían hecho pasar.