Me monté en Oviedo al bus que me llevaría a Navia; los billetes no eran numerados y el autocar iba casi vacío, así que podía elegir asiento. El primero detrás de la puerta del medio, a la derecha del autocar suele ser mi favorito, porque al no tener delante el respaldo de otro asiento me da la sensación de tener más espacio. Sin embargo sucede a veces que las cortinas están en esa ventanilla -como era el caso- y mi prioridad es siempre poder mirar bien por la ventana, así que tras dudar un rato elegí el de justo detrás.
Me senté en la ventanilla, puse mi mochilita en el asiento de al lado y me empecé a poner cómoda. Entonces oí una voz de mujer que me preguntaba con acento gallego: “¿Está ocupado este?” Miré y había una señora señalando a mi mochila. A ver, no lo entiendo –pensé- en el autocar quedan aún muchos “asientos dobles” vacíos, ¿por qué quiere esta sentarse a mi lado? “No, no está ocupado -le respondí- pero si se va a poner usted aquí, yo me paso a otro. No se lo tome a mal, es que...” y no se me ocurrió como acabar la frase, pero apoyé suavemente la mano en su brazo, le miré con una sonrisa conciliadora y sin rubor me mudé al otro lado del pasillo.
Para mi satisfacción no pareció sentirse molesta, porque poco después, antes de que el autocar saliera me preguntó si sabía cómo subir el reposa-brazos, y estuvimos allí un rato juntas -en equipo- intentando dilucidar cómo hacerlo.
Un chico de unos treinta años se me acercó desde las primeras filas del bus: “Oye, he oído que tú vas a Navia, ¿no? Es que anoche salí a muerte y creo que me voy a quedar sobao…” Tenía una fantástica cara de resacón mortal. “Que te despierte al llegar, ¿no?" -le pregunté con una sonrisa cómplice. “Sí, porfa. Lo mismo no me duermo, pero por si acaso…” “No te preocupes, que yo me aseguro de que llegues a buen puerto.”
Al sentarme en mi asiento y mirar por la ventana me di cuenta de que el destino, en forma de cortinas de autobús y de gallega gregaria, me había ido poniendo “en mi sitio”: ¡el número 32! – Bueno, en realidad yo estaba en el al lado, pero no nos pongamos tiquismiquis, ¿no? En fin, que me descalcé, me acomodé, saqué mi libro de la mochila y me puse a leer.
Cuando el autocar hizo una parada como media hora más tarde, yo me hice la sopa para que los nuevos pasajeros eligieran otro asiento antes que el mío -el viejo truco. Pero al cabo de un rato sentí un golpecito en el hombro; una rotunda mujer reclamaba el sitio. Vaya. Lo cierto es que el autocar se había llenado; la galleguiña también tenía un acompañante.
Unos minutos después de que el bus reemprendiera el viaje, mi vecina estaba sobada y la gallega y su nuevo vecino hablaban animadamente como si se conocieran de siempre. Ya fueron de charleta todo el viaje. ¿Sería quizás por eso que la mujer había querido sentarse a mi lado; para darle al pico? Uff… casi mejor haberme pirado, qué pereza. Parecía que quien más hablaba era él, pero lo cierto es que ambos parecían disfrutar la chachara.
En Luarca, ya apenas a media hora de mi destino, el autocar hizo una breve parada de cinco minutos, que yo aproveché para estirar un poco las piernas. Cuando volvimos a subirnos mi vecina de asiento había sido sustituida por un jovencillo de unos veinte años que hablaba por teléfono con sus colegas. Por lo que pude deducir estaba haciendo el Camino de Santiago, pero se había fastidiado el tobillo y el médico le había aconsejado que se saltara la etapa de ese día y la hiciera en bus. Parecía majete, por la forma de hablar, aunque a mí me pirra tanto el acento gallego que sólo con eso ya estoy ganada.
Al cabo de un rato me preguntó el jovenzuelo: “Oye, ¿tú sabes dónde queda La Caridad?" Bueno, sólo sé que empieza en casa… “No, lo siento, no lo sé.” Entonces preguntó a los del asiento de al lado. El vecino de la gallega parecía conocerse muy bien toda la zona, y después de explicárselo y no sé muy bien cómo, se liaron a hablar, y el chaval este contó que estaba haciendo el Camino, y el vecino lo había hecho, y se pusieron a intercambiar anécdotas, y el vecino contó que él iba a embarcarse en un pesquero… en fin, que al cabo de un rato estaban ahí los tres, la gallega, el vecino y el jovenzuelo, pasándoselo estupendamente en el bus, contándose sus cosas, y yo tan entretenida escuchándolos -de estranjis, eso sí- mientras hacía como que seguía leyendo.
Y pensé varias cosas: Pensé que un viaje comienza en el momento mismo en que te subes al transporte que te va a llevar a tu destino, y que hay que aprovechar y disfrutar los viajes desde el principio. Pensé en cómo cada una de las personas que estábamos en ese bus teníamos una historia de por qué estábamos allí, y que era interesante llegar a conocer y compartir retazos de ella. Y por último pensé que no debería ser tan siesa y antisocial, porque haciéndolo me pierdo una parte muy bonita de viajar -y de la vida misma.
Será mi propósito para el nuevo curso.
Pues yo después de casi un mes de trenes y vivir situaciones parecidas a ésta de tu autobús, me doy cuenta de que he escuchado más de lo que he participado. Mi timidez integral no me permite otra cosa, y si me hablan, bien, pero comenzar yo una conversación... bufff.
ResponderEliminar(Léase este comentario con ese acento gallego cautivador, ya sabes :-)
Ah, yo siempre suelo escuchar más que hablar, por eso me basta con poner la oreja en conversaciones ajenas, parapetada tras mi libro. No es tanto por timidez como por cierta naturaleza huraña que he heredado.
ResponderEliminarQué me dices de cuando empiezas una conversación al principio de un viaje, y sabes que son cuatro, cinco horas, y piensas: "¿Voy a tener que ir hablando con este/a tipo/a todo el camino? Buf..." Muy mal...
Por cierto; tienes un acento muy seductor...
anda que no he ido yo con unos cascos sin encender ningún aparato y sin hablar para parecer guiri...
ResponderEliminar(en los auto-res a Madrid hay asientos de dos y de uno, los míos)
Los asientos de uno es si viajas en categoría guay. Yo suelo viajar en cutre.
ResponderEliminarY tú haciendo fotos de estas gentes. Anda que...
ResponderEliminarDe lo que falta en esta historia deduzco que esa noche, en alguna oscura cochera situada a tropecientos kilómetros de Navia, un tipo que limpiaba el autobús se encontró, hecho un ovillo en las primeras filas, a un chico de unos treinta años roncando como un poseso..
ResponderEliminarAy Victor, estás en todo :) De hecho cuando bajé en Navia el chico se apeó por su propio pie. Y si no era él, se le parecía mucho... o_0
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