Tarobá y Naipi se habían levantado antes del amanecer. Habían oído hablar de unos acantilados de arcilla a orillas del río donde cientos de guacamayos y pequeños loros se reunían las primeras horas del día, y si querían ver aquel bello espectáculo tenían que llegar muy temprano.
Caminaban en la oscuridad, con sus linternas. Tarobá iba machete en mano, mirando bien el suelo que pisaba y no permitiéndose perder la atención en todos los peligros potenciales; desde que le había picado la serpiente estaba en constante alerta. Naipí aún cojeaba tras su caída persiguiendo el lagarto, pero se había propuesto no perder su buen humor; caminaba observándolo todo, cada orquídea, cada caminito de hormigas… De repente ambos oyeron un zumbido extraño, y vieron una enorme nube negra saliendo del suelo; habían pisado un avispero. Empezaron a correr tanto como podían, pero el tobillo de Naipí estaba resentido y se iba quedando atrás. Cuando Tarobá dejó de correr y se dio la vuelta vio a Naipí acercándose en la distancia con la mano en el cuello y la cara contraída; tenía dos picaduras, que trataron con un ungüento que tenían en el botiquín.
Cuando llegaron al río que tenían que cruzar a nado se quedaron sobrecogidos; era mucho más ancho de lo que esperaban. Llevaban unos flotadores hinchables para poder transportar las mochilas y que no se mojaran, de modo que lo dispusieron todo y se metieron al agua. Tarobá tuvo la precaución de atarse el flotador a la cintura para no perder el control de la mochila, y logró, aunque agotado de luchar contra la corriente que le llevaba río abajo, llegar a la otra orilla. Naipí era muy buen nadador y no vio necesaria tanta precaución. La corriente, sin embargo, era más fuerte de lo que había calculado, perdió el control de su mochila y se le escapó de las manos, así que tuvo que dejarse arrastrar por la corriente para alcanzarla; afortunadamente se quedó enganchada en unas ramas caídas en el río y la pudo recuperar. Cuando llegó a la otra orilla estaba extenuado y se había hecho varios raspones en las piernas con las ramas.
Supieron que se estaban acercando a su destino por el concierto de chillidos que cada vez oían más alto. Los primeros rayos de sol se proyectaban sobre el acantilado cuando por fin pudieron verlo; cientos de loros y guacamayos de varias especies se posaban allí y en los árboles cercanos, entre un ruido ensordecedor. Quedaron sobrecogidos por la grandiosidad del espectáculo, y durante mucho tiempo no hablaron. Después Tarobá dijo con una sonrisa de satisfacción: “Realmente... ha merecido la pena todas las vicisitudes que hemos pasado.” “Si, ha merecido la pena” -contestó Naipí. Después añadió con una sonrisa resignada: “Y ¿Sabes? Tal vez tenías razón, Tarobá, en ser tan cauto; no lo sé. Pero lo cierto es que en lo que queda de camino voy a ser cauto yo también; en este momento no me puedo permitir sufrir más heridas.”
Caminaban en la oscuridad, con sus linternas. Tarobá iba machete en mano, mirando bien el suelo que pisaba y no permitiéndose perder la atención en todos los peligros potenciales; desde que le había picado la serpiente estaba en constante alerta. Naipí aún cojeaba tras su caída persiguiendo el lagarto, pero se había propuesto no perder su buen humor; caminaba observándolo todo, cada orquídea, cada caminito de hormigas… De repente ambos oyeron un zumbido extraño, y vieron una enorme nube negra saliendo del suelo; habían pisado un avispero. Empezaron a correr tanto como podían, pero el tobillo de Naipí estaba resentido y se iba quedando atrás. Cuando Tarobá dejó de correr y se dio la vuelta vio a Naipí acercándose en la distancia con la mano en el cuello y la cara contraída; tenía dos picaduras, que trataron con un ungüento que tenían en el botiquín.
Cuando llegaron al río que tenían que cruzar a nado se quedaron sobrecogidos; era mucho más ancho de lo que esperaban. Llevaban unos flotadores hinchables para poder transportar las mochilas y que no se mojaran, de modo que lo dispusieron todo y se metieron al agua. Tarobá tuvo la precaución de atarse el flotador a la cintura para no perder el control de la mochila, y logró, aunque agotado de luchar contra la corriente que le llevaba río abajo, llegar a la otra orilla. Naipí era muy buen nadador y no vio necesaria tanta precaución. La corriente, sin embargo, era más fuerte de lo que había calculado, perdió el control de su mochila y se le escapó de las manos, así que tuvo que dejarse arrastrar por la corriente para alcanzarla; afortunadamente se quedó enganchada en unas ramas caídas en el río y la pudo recuperar. Cuando llegó a la otra orilla estaba extenuado y se había hecho varios raspones en las piernas con las ramas.
Supieron que se estaban acercando a su destino por el concierto de chillidos que cada vez oían más alto. Los primeros rayos de sol se proyectaban sobre el acantilado cuando por fin pudieron verlo; cientos de loros y guacamayos de varias especies se posaban allí y en los árboles cercanos, entre un ruido ensordecedor. Quedaron sobrecogidos por la grandiosidad del espectáculo, y durante mucho tiempo no hablaron. Después Tarobá dijo con una sonrisa de satisfacción: “Realmente... ha merecido la pena todas las vicisitudes que hemos pasado.” “Si, ha merecido la pena” -contestó Naipí. Después añadió con una sonrisa resignada: “Y ¿Sabes? Tal vez tenías razón, Tarobá, en ser tan cauto; no lo sé. Pero lo cierto es que en lo que queda de camino voy a ser cauto yo también; en este momento no me puedo permitir sufrir más heridas.”
La historia me ha gustado mucho, como la primera, pero me ha dejado un regustillo de derrota... me gustó más la conclusión de la primera, a un a riesgo de resultar ingénuo, poco práctico o de salir "escaldao".
ResponderEliminarEso son Cuentos de la Selva, de Horacio Quiroga o me la corto, y ya no llevo coleta.
ResponderEliminarNo querría dejarte sin tu fuente de placer, y me halaga enormemente tu error. Eso es mío, y si no lo fuera lo habría hecho constar. Y no conozco a Horacio Quiroga.
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