viernes, 6 de agosto de 2010

Bichos 1

Agosto de 2009. Íbamos Cari y yo camino del Caerphilly castle -el castillo más grande de Gales. Pedaleábamos felices y despreocupadas, disfrutando el verdor, el olorcito a tierra, una brisita fresca… De repente sentí cómo algo me entraba por la boca, hasta la garganta. Miedo, pánico mientras intentaba expulsar con la lengua aquel intruso peludo de mi cavidad oral antes de que me aguijoneara, porque sospechaba -con razón- que se trataba de un “bicho picador”. Cari me contaba después cómo me vio empezar a hacer zig-zags con la bici, y pensó “¿Pero esta no sabía montar o es que está gilipollas?”

Tras lograr escupir el susodicho artrópodo volador al suelo –o quizás al tiempo, o antes; fue todo muy rápido- sentí un ardor intenso en el fondo de la garganta. Demasiado tarde. Había oído alguna vez cómo con las picaduras de avispas/abejas se siente como si te quemaran con una brasa; en efecto la sensación era bastante aproximada, y en cualquier caso, tendía claramente al extremo negativo del continuo dolor-placer.

Me metí en dedo en la garganta instintivamente y me saqué el aguijón. Se lo enseñé a Cari como muestra fehaciente de lo que había sucedido -medía como de un par de milímetros- y después me tiré en el césped, intentando mantener la calma y no emparanoiarme con que se me podía inflamar aquello y no dejarme respirar. "Pues menos mal que te ha picado a ti" -dijo la muy cachonda. "Mirala, qué jodía. Pues... yo no opino lo mismo."

Cari estaba más acojonada que yo. Como me contó cuando hubo pasado "el peligro", hacía un tiempo a su madre le había picado una avispa en el brazo y le habían tenido que llevar corriendo al hospital porque se había empezado a hinchar entera, hasta la tráquea, y le empezaba a costar respirar. Allí le diagnosticaron alergia a las avispas, y desde entonces tiene que llevar en el bolso una ampolla de adrenalina para inyectarse si recibe un picotazo, y después correr al hospital más cercano. Cari teme ser alérgica también, y de ahí su comentario -aunque "Menos mal que no me ha picado a mí" hubiera sido quizás más acertado.

En fin, que al cabo de un tiempo tiradas en la praderilla, cuando ya parecía que el tema no iba a peor, yo dije que pa' Caerphilly castle, que aquello no había hecho más que empezar. El dolor no se me había pasado ni de lejos, pero me negaba a dejarme joder el paseito en bici por culpa de un maldito –o pobre- bicho.

Ya de vuelta en Madrid me estuve informando en Internet sobre picaduras de avispas/abejas, y deduje que lo que me había picado debía de haber sido una abeja; tuve suerte –relativa- porque si hubiera sido una avispa parece que la cosa se hubiera podido complicar bastante más.

"¿Y a santo de qué nos viene esta con batallitas de sus vacaciones del año pasado?" Se preguntarán algunos quejosos lectores. Pues porque puedo. Y además porque este año he vuelto a ser la víctima de una anécdota artrópoda -y no soy más exacta sobre la naturaleza del bicho, porque hubo cierto desacuerdo acerca del tema. Pero eso ya lo contaré en la siguiente entrega.

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