Qué día más bueno, ayer. Ángela, El Chato y yo estuvimos en la casa de unos colegas suyos que se habían pirado de vacaciones y muy generosamente se la habían cedido en usufructo. La casa está en el campo, en Fresned¡llas, y su mayor atractivo es que tiene una piscinita estupenda.
Cuando llegamos nos faltó tiempo para quitarnos la ropa y tirarnos al sol en las tumbonas. No hacía demasiado calor, y además hacía una brisita fresca que daba gusto. De vez en cuando se nublaba un poco, luego volvía a salir el sol, y cuando empezaba a "picar", nos dabamos un chapuzón y volvíamos a tirarnos en las hamacas. Así estuvimos unas horas, vagueando mientras hacíamos hambre.
Estábamos ya poniendo la mesa para comer debajo de un emparrado cuando vimos unos nubarrones negros que se iban acercando. Entonces oímos unos truenos en la distancia, y poco después empezaron a caer los primeros goterones, así que tuvimos que recoger rápidamente la mesa y comer en el salón.
Cayó una maravillosa tormenta de verano mientras la veíamos por unos enormes ventanales -ver llover en las montañas es una de las cosas más bonitas que hay. Luego volvió a salir el sol y ¡hala!, de nuevo a las tumbonas aún mojadas, con la modorra de después de comer y un maravilloso olor a tierra mojada. De de vez en cuando nos llegaba el
kikirikiiii de un gallo, el sonido de un caballo relinchando, de unas ovejas balando… todo perfecto.
-Yo no soy muy de piscina, pero es que claro, esto es otro concepto –pensé en voz alta.
-Además es que teniendo la casa puedes meterte cuando te da la gana; lo que a mi no me mola es estar todo el día torrada al sol. Yo si voy a la piscina me estoy tres horitas o así y luego ya me canso. -comentó Ángela.
-Sí, pero os acordáis de cuando éramos
canis… Ahí sí que molaba ir a pasar el día a la piscina; te sentías el amo del mundo, con catorce, quince años… solo con tus amigos. Era como una pequeña aventura.
-Y te llevabas el bocata para comer allí, y no te ibas hasta que te echaban. Y ya si tenías pasta para un helado a la salida… aquello era el súmmum.
- Es verdaaad… ¿A ti qué helados te gustaban? -le pregunté.
-A mí los de leche. De nata y chocolate, o algo así…

-Pues yo tenía espíritu de pobre, porque los que más me gustaban eran los de hielo. ¿Os acordáis del Frigurón, que tenía forma de tiburón? Era azul, de piña. Yo siempre empezaba por las aletas, qué bueno estaba. ¿Y el drácula? Era negro por fuera…

-¡Sí, de coca-cola! –intervino El Chato saliendo de su sopor.
-Sí, y luego por dentro tenía una sustancia medio pegajosa, roja, que estaba buenísima. Y por abajo nata, que era lo que menos me molaba a mí, y los cabrones cada vez ponían más nata y menos de lo rojo. Y el Frigodedo, que era rojo y te dejaba la lengua teñida,

qué guarrería. Y luego también me gustaban mucho unos que había de no sé qué marca que eran de horchata, y costaban 25 pesetas...
...
-¿Hace otro chapuzón?
-Venga.