Me despierto y mi calle, que apenas unas horas antes estaba ocupada por bandarras con la música del coche a todo trapo, está ahora habitada por una muchedumbre mansa, murmurante, caminando lentamente, meciéndose con la parsimonia de los domingos por la mañana, con el día recién estrenado y oliendo a limpio. Me despierto con ese runrún, y me quedo tumbada en la cama aún unos minutos, con esa modorra mañanera, esa sensación tan cálida y acogedora.
Después de un ratito con los ojos abiertos y pensando en mi té, pongo los pies en el suelo. Abro las cortinas y mi habitación se inunda de luz. Abro la ventana y me asomo; el sol me da en la cara y me hace guiñar los ojos. Me apoyo en la barandilla y miro hacia abajo con los ojos apenas abiertos, y saludo a la gente con cuyo murmullo me he despertado.
Cada domingo disfruto esta energía tranquila y plácida. Me encanta vivir en El Rastro.
Después de un ratito con los ojos abiertos y pensando en mi té, pongo los pies en el suelo. Abro las cortinas y mi habitación se inunda de luz. Abro la ventana y me asomo; el sol me da en la cara y me hace guiñar los ojos. Me apoyo en la barandilla y miro hacia abajo con los ojos apenas abiertos, y saludo a la gente con cuyo murmullo me he despertado.
Cada domingo disfruto esta energía tranquila y plácida. Me encanta vivir en El Rastro.
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