El tema de los regalos no lo llevo muy bien, la verdad. Hacer un regalo es ponerse en una posición de vulnerabilidad; la vulnerabilidad de quien intenta lo mejor y no siempre llega, la otra parte siempre agradecida pero a veces condescendientemente. La intención es lo que cuenta, pero con demasiada frecuencia fracasamos en la intención de dar ese regalo que deje sin palabras a quien lo recibe... pero para bien. La sorpresa es muy bonita cuando funciona, pero en demasiadas ocasiones sabemos que no es así –aunque el otro se esfuerce en fingir- y es frustrante saber que te estás dejando una pasta en cosas que posiblemente sean almacenadas en un cajón y no vuelvan a ver la luz.
El padre de mi ex encontró una solución a esta triste escena; tenía un cajón destinado a estos regalos, pero les “buscaba otro hogar” en vez de condenarlos a la sombra perpetua. A pesar del dilema moral que esto suscitaría en algunos, yo estoy indudablemente a favor del tema del “reciclaje de regalos” en cualquiera de sus modalidades; también me parecen muy bien las páginas de internet como eBay en las que la gente pone a la venta sus pertenencias recientemente adquiridas para no castigarlas al cruel ostracismo.
Pero a fin de cuentas esto no son más que parches a una situación que con frecuencia intentamos evitar en su origen, por ejemplo asegurándonos de que quien recibe realmente quiere lo que le damos, bien tanteando solapadamente, bien interrogando a allegados... o directamente haciendo un trato con el interesado “tú me compras lo que yo quiero, yo te compro lo que tú quieres...” Vale, qué bonito el intercambio de regalos, pero... no sé, ahí falla algo.
Para huir del tufillo consumista que tanto incomoda a una proto-buenrollito como yo, intento cada vez más elaborar yo misma los regalos en la esperanza de que se aprecie al menos el cariño y la ilusión con que los he hecho. Un poco como cuando tenía cinco años y le hacía aquellos ceniceros imposibles a mi padre y a él se le caía la baba de genuina emoción... y los guardaba como un tesoro en un cajón de la coqueta -pausa valorativa-. Consciente de esto, otro de los criterios que sigo cuando hago un regalo es que no vaya a ocupar mucho espacio en “el cajón”. Que no se diga que no soy considerada.
El padre de mi ex encontró una solución a esta triste escena; tenía un cajón destinado a estos regalos, pero les “buscaba otro hogar” en vez de condenarlos a la sombra perpetua. A pesar del dilema moral que esto suscitaría en algunos, yo estoy indudablemente a favor del tema del “reciclaje de regalos” en cualquiera de sus modalidades; también me parecen muy bien las páginas de internet como eBay en las que la gente pone a la venta sus pertenencias recientemente adquiridas para no castigarlas al cruel ostracismo.
Pero a fin de cuentas esto no son más que parches a una situación que con frecuencia intentamos evitar en su origen, por ejemplo asegurándonos de que quien recibe realmente quiere lo que le damos, bien tanteando solapadamente, bien interrogando a allegados... o directamente haciendo un trato con el interesado “tú me compras lo que yo quiero, yo te compro lo que tú quieres...” Vale, qué bonito el intercambio de regalos, pero... no sé, ahí falla algo.
Para huir del tufillo consumista que tanto incomoda a una proto-buenrollito como yo, intento cada vez más elaborar yo misma los regalos en la esperanza de que se aprecie al menos el cariño y la ilusión con que los he hecho. Un poco como cuando tenía cinco años y le hacía aquellos ceniceros imposibles a mi padre y a él se le caía la baba de genuina emoción... y los guardaba como un tesoro en un cajón de la coqueta -pausa valorativa-. Consciente de esto, otro de los criterios que sigo cuando hago un regalo es que no vaya a ocupar mucho espacio en “el cajón”. Que no se diga que no soy considerada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario