De pequeña me encantaba el anís. Y cuando digo pequeña, me refiero a cuando tenía una edad de una sola cifra. Mi madre me dejaba meter el dedito en su copa y libar así apenas unas gotitas del delicioso licor; total, unas gotitas no me iban a hacer ningún mal... Pero claro; entre que aquello me sabía a muy poco -incluso cuando mi madre me dejaba meter el dedito una segunda vez- y que sabía perfectamente dónde guardaban la botella, la tentación era demasiado fuerte para mi débil e inmaduro sentido moral.
Así que cuando mis padres no estaban al acecho, yo me iba al mueble bar, pegaba un lingotazo a la botella de anís, y con el licor ardiéndome en la boca, sin tragarlo, me iba corriendo al grifo más cercano al cual me amorraba, y mezclaba en mi boca licor y agua. Después, con los carrillos hinchados y aquel embriagador sabor inundándome la boca, me lo iba tragando a pequeños buchecitos.
Esto no lo hacía con frecuencia, porque era consciente –vagamente- de que no estaba del todo bien aquello, y tenía la fundada sospecha de que si mis padres me pillaban me iba a caer bronca, fijo. Pero como nunca me llegaron a pillar, supongo que poco a poco me fui confiando.
Un día, ya a mis doce años, invité a Maricarmen, una compañerita del cole, a merendar en casa después de clase. Consciente de mi papel de anfitriona, después del bocata y del cola-cao, decidí darle a probar a mi invitada aquello que a mí tanto me deleitaba. El sistema del buche me di cuenta de que no era elegante para las visitas, así que cogí un vaso de duralex, lo llené hasta la mitad de anís y luego rellené la otra mitad de agua; lo que viene siendo una palomita, pero del tamaño de una avestruz.
Cuando vino el padre de Maricarmen a recogerla, nosotras no parábamos de reír y reír incontrolablemente por todo -supongo que también nos costaba mantener el equilibrio. Yo no era consciente de que nos pasara algo raro, y menos aún se me ocurría hacer una conexión entre nuestras risas y el anís, pero algo me imaginé cuando el padre de Maricarmen nos preguntó extrañado: “¿Pero qué os pasa?” Y luego nos lo preguntó otras cuatro o cinco veces más. Obviamente ni se imaginó que yo hubiera podido emborrachar a su hija; supongo que atribuiría nuestro comportamiento a la tontería propia de las niñas de esa edad, y salimos indemnes de aquella.
El viernes pasado en Tabacalera recordaba esta historia con Iñaki y sus colegas, hablando de primeras curdas. Y al acabar me quedé pensando que ahora, por mi edad, lo veo más desde la perspectiva del padre. Y me imaginé que fuera a recoger a... mi sobrina pre-adolescente (aunque ninguna de las dos tiene esa edad aún) a casa de su amiguita y me las encontrara en ese estado desquiciado; desde luego tampoco se me pasaría por la cabeza que llevaran una toña. Sería como si cuando a mi sobrina Jara le dan esos arrebatos extraños que se pone a dar saltos, y a bailar, y a poner muecas desencajadas, y a emitir sonidos guturales estridentes, se me ocurriera pensar que se ha metido algo la criatura!...
Un momento... o_O
Hoy día le hubieran quitado la custodia a tus padres y a los padres de tu amiguita.
ResponderEliminarPues con esa cara bicho en la foto parece que esta confesando su culpabilidad.
ResponderEliminarPues sí Carlos; y no sé si hoy en día lo de meter el dedito en el anís estaría mal visto también.
ResponderEliminar¡Diego! Sí, es un bicho Jara; a ver si me llega a los trece sin cogerse una borrachera -o algo peor! :D
Yo ya no me acuerdo ni de la última, como para acordarme de la primera...
ResponderEliminarJuas!
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