Santiago fue la ciudad en que me emancipé. La ciudad que elegí para vivir mi primer año independiente fuera de la casa de mis padres. Y mi primer año viviendo con Guy.
Siempre había fantaseado que cuando acabara la carrera me dedicaría a viajar y recorrer el mundo, currando de camarera en la ciudad que tocara, y luego en la siguiente, y luego en otra más... Pero entonces conocí a Guy en mi “año Erasmus” en Ámsterdam. Él acababa su carrera ese curso, así que al finalizar se vino a España. El primer año vivió en Madrid, el segundo yo hubiera querido que nos fuéramos a Inglaterra, pero él quiso quedarse un año más y perfeccionar su español. “Vale, pero nos vamos a Santiago” dije yo.
Estaba ilusionadísima con vivir con él; despertarme cada mañana a su lado, en nuestra cama, no tener que quedar con él, porque después de trabajar, volveríamos a casa... La realidad resultó mucho más dura de lo que había imaginado; no teníamos ni un duro, así que no teníamos tele –subíamos a casa de un vecino a verla- no teníamos línea de teléfono –acababan de salir los móviles y eran absolutamente prohibitivos para pipiolos como nosotros- no teníamos ordenador –no existían los portátiles y los de sobremesa no eran habituales. Internet era algo que tenían los americanos. Para rematar las cosas, Guy se apuntó a un equipo de rugby en La Coruña, y muchos fines de semana jugaban en otras provincias, y yo me quedaba sola. No conocía mucha gente en Santiago; trabajaba dando clases particulares de inglés, así que mis relaciones sociales eran bastante restringidas, sobre todo los primeros meses. Los fines de semana que Guy se iba yo me los pasaba leyendo, dando vueltas sola por la ciudad y buscando entretenimientos. Aunque tenía mi bici, la lluvia la hacía inviable la mitad de los días –si no más. Aún así recuerdo aquel año con una terrible nostalgia.
La casa en que vivíamos estaba “lejos” de Santiago, a diez minutos a pie del Obradoiro, en la dirección en que “no había nada”; Rua das Hortas para abajo. Los primeros cinco minutos eran efectivamente huertas de berzas. Recuerdo una noche de vuelta de pedo; Guy se metió en una de las huerta y arrancó una de cuajo, se acercó a mí medio zigzagueando y me la dio como si fuera un ramo de flores: “Toma, amorrr… ” A la mañana siguiente, superada la sorpresa de ver la berza en la cocina -“¿¡Y estooo?!... Ah… ya me acuerdo…” cogimos unas cuantas patatas de un saco enorme que la casera tenía debajo de la escalera, y sumado al chorizo y la morcilla de Villager que mis padres nos habían dado, nos salió un pote que nos supo a gloria, más aún por cómo nos lo habíamos apañado. Mi madre me había dicho antes de irme a Santiago “Laura, eso de Contigo pan y cebolla no funciona”. Pero a mi el pan y cebolla me sabía riquísimo.
La zona donde vivíamos era una especie de pueblecillo que se llamaba Rueiro das Figueiriñas. En realidad era como un barrio, pero era un pueblo. No había calles, calles. Apenas llegaban coches –sólo algunos pocos de quienes vivían allí- y por la mañana se oían los gallos cantar, algunos perros ladrar, y cuando se callaban, el sonido del río que corría a apenas unos metros detrás de nuestra casa. Y los pajaritos.
Cuando por fin llegó la primavera Guy y yo salíamos a dar vueltas por ahí con nuestras bicis: recuerdo decirle que los dos juntos, así, montando en bici, parecíamos la imagen de una pareja feliz de una caja de condones. Cómo no añorar aquellos tiempos.
Siempre había fantaseado que cuando acabara la carrera me dedicaría a viajar y recorrer el mundo, currando de camarera en la ciudad que tocara, y luego en la siguiente, y luego en otra más... Pero entonces conocí a Guy en mi “año Erasmus” en Ámsterdam. Él acababa su carrera ese curso, así que al finalizar se vino a España. El primer año vivió en Madrid, el segundo yo hubiera querido que nos fuéramos a Inglaterra, pero él quiso quedarse un año más y perfeccionar su español. “Vale, pero nos vamos a Santiago” dije yo.
Estaba ilusionadísima con vivir con él; despertarme cada mañana a su lado, en nuestra cama, no tener que quedar con él, porque después de trabajar, volveríamos a casa... La realidad resultó mucho más dura de lo que había imaginado; no teníamos ni un duro, así que no teníamos tele –subíamos a casa de un vecino a verla- no teníamos línea de teléfono –acababan de salir los móviles y eran absolutamente prohibitivos para pipiolos como nosotros- no teníamos ordenador –no existían los portátiles y los de sobremesa no eran habituales. Internet era algo que tenían los americanos. Para rematar las cosas, Guy se apuntó a un equipo de rugby en La Coruña, y muchos fines de semana jugaban en otras provincias, y yo me quedaba sola. No conocía mucha gente en Santiago; trabajaba dando clases particulares de inglés, así que mis relaciones sociales eran bastante restringidas, sobre todo los primeros meses. Los fines de semana que Guy se iba yo me los pasaba leyendo, dando vueltas sola por la ciudad y buscando entretenimientos. Aunque tenía mi bici, la lluvia la hacía inviable la mitad de los días –si no más. Aún así recuerdo aquel año con una terrible nostalgia.
La casa en que vivíamos estaba “lejos” de Santiago, a diez minutos a pie del Obradoiro, en la dirección en que “no había nada”; Rua das Hortas para abajo. Los primeros cinco minutos eran efectivamente huertas de berzas. Recuerdo una noche de vuelta de pedo; Guy se metió en una de las huerta y arrancó una de cuajo, se acercó a mí medio zigzagueando y me la dio como si fuera un ramo de flores: “Toma, amorrr… ” A la mañana siguiente, superada la sorpresa de ver la berza en la cocina -“¿¡Y estooo?!... Ah… ya me acuerdo…” cogimos unas cuantas patatas de un saco enorme que la casera tenía debajo de la escalera, y sumado al chorizo y la morcilla de Villager que mis padres nos habían dado, nos salió un pote que nos supo a gloria, más aún por cómo nos lo habíamos apañado. Mi madre me había dicho antes de irme a Santiago “Laura, eso de Contigo pan y cebolla no funciona”. Pero a mi el pan y cebolla me sabía riquísimo.
La zona donde vivíamos era una especie de pueblecillo que se llamaba Rueiro das Figueiriñas. En realidad era como un barrio, pero era un pueblo. No había calles, calles. Apenas llegaban coches –sólo algunos pocos de quienes vivían allí- y por la mañana se oían los gallos cantar, algunos perros ladrar, y cuando se callaban, el sonido del río que corría a apenas unos metros detrás de nuestra casa. Y los pajaritos.
Cuando por fin llegó la primavera Guy y yo salíamos a dar vueltas por ahí con nuestras bicis: recuerdo decirle que los dos juntos, así, montando en bici, parecíamos la imagen de una pareja feliz de una caja de condones. Cómo no añorar aquellos tiempos.
jejejeje si la verdad eske se kedan buenos recuerdos de esas cosillas, a mi me pasa con Murcia ;)
ResponderEliminarqué bonito!
ResponderEliminary qué bonito también que sueñes con nosotros cosas felices.
Te siguen persiguiendo las casualidades...
ResponderEliminar¿no te daba un poco de miedo volver y que la realidad no se acercara demasiado a tus recuerdos?
¡Pues imagínate dentro de diez años volver a Murcia!
ResponderEliminarDavidiego; no sé qué os parecerá a los que lo veis por primera vez y de manera objetiva; yo me sentí demasiado sobrecogida para saber si es bonito o no :)
La verdad, Misstake, es que no me había planteado cómo me iba a sentir; QUERÍA TANTO hacerlo... No me ha decepcionado ni un ápice.
Por cierto y hablando de casualidades; en la primera página de seda –que solo tiene quince líneas- dice. “Hervé Joncour tenía treinta y dos años.” Me he pasado todo el viaje viendo 32 por todas partes.
sabes?
ResponderEliminarun chico le dice a una chica:
"-sabes? al principio Laura cotidianas se fue a vivir a una casa con güí.
- ah, sí? ¿y no se aburrió de jugar?"
;)
(para tu libreta)
Jooo... no lo piilloooo... ¿¿Un Güi es un juego?? Ay, necesito una explicación -aunque me siento como cuando no pillas un chiste :(
ResponderEliminargüí= wii, de nintendo (la videoconsola)
ResponderEliminar:(
;)
JAJAJA... Anda que... ya nos vale. ¡Pa' la libreta que va! :D
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