El pronóstico del tiempo daba un cien por cien de probabilidad de lluvia en Santiago el día de mi llegada. Ya me había hecho a la idea, además Galicia es lluvia; es parte de su encanto. Pero cuando llegué al aeropuerto sobre las diez y media de la mañana, hacía un sol radiante. Eso sí, media hora después, esperando para entrar al autobús que me llevaría a Santiago, empezó a lloviznar.
Había olvidado coger la dirección o el teléfono del hotel en el que había hecho la reserva, así que antes que nada tendría que buscar algún sitio con wifi; como suelo viajar ligera de equipaje, no me importó, de hecho casi me alegré de tener una razón para no ir directa al hotel, que estaba en la zona nueva, y poder ir al casco antiguo nada más llegar. Desde el autobús iba viendo ese paisaje verde tan verde que tiene Galicia, y me di cuenta de cuánto lo echo de menos al vivir en Madrid. La mayoría del camino iba pensando casi con incredulidad “Ya estoy aquí; en unos minutos voy a estar en Santiago”.
El autobús me dejó en la Plaza de Galicia, en la zona nueva. Reconocía la plaza, pero no me acordaba de dónde estaba nada, no sabía hacia dónde tenía que dirigirme, y me entristeció un poco haberlo olvidado todo. Había vivido allí un año, y Santiago no es tan grande, pero de eso habían pasado catorce años, y no recordaba nada. Comencé a andar hacia donde me llevó mi intuición, y poco a poco me fui sorprendiendo de cómo mis pies sí parecían conocer el camino. En seguida llegué al casco antiguo. Aún no acababa de asimilar que ya estaba allí, en Santiago. Aunque volvía a brillar el sol, las calles, de piedra, estaban aún mojadas, y tenían ese brillo tan especial que hace que Santiago sea tan bonito incluso cuando llueve.
Me cruzaba con la gente y oía retazos de sus conversaciones, cantadas con ese acento tan dulce que parece que te mece y que te acoge. Iba recorriendo las calles que tantas veces había andado, reconociéndolas; Rúa do Franco, Rúa do Vilar… el pecho me iba a estallar de alegría. De repente sin darme cuenta había llegado a la Plaza de Platerías –mi plaza favorita de Santiago, una de las que hay alrededor de la catedral- justo cuando sonaban las campanadas de las doce. Un músico de jazz estaba tocando la guitarra. Creía que iba a llorar de felicidad. Incluso ahora escribiéndolo me sobrecoge recordarlo; fue un momento mágico.
No voy a extenderme en detalles sobre cómo pasé los cuatro días que estuve allí, pero sí diré que hubo cientos ocasiones en los que me di la enhorabuena por haber decidido ir, en los que me alegraba inmensamente de “haberme llevado” allí, y hasta me daba las gracias. Me decía a mi misma en voz alta “¡Qué lista he sido!” o con una sonrisa entre ufana e infantil: “Ah… ¡gano!” Llevaba una sonrisa permanente en los labios de la que solo era consciente cuando me daba cuenta de que la gente se me quedaba mirando. El último día, que había llovido, iba haciendo mi ronda de despedida por Santiago y me llegó un rayo de sol entre las nubes. Miré hacia el cielo con los ojos entornados y esa sonrisa de placidez y agradecimiento. Entonces oí a mi lado: “The sun is good for your heart” Miré y vi un guiri que me estaba mirando a su vez con una sonrisa “I know... and for your spirit” Luego nos deseamos un buen día y seguimos nuestros caminos.
Me ha sorprendido mucho descubrir lo bonito de viajar sola. No digo que sea mejor que viajar acompañada, solo que no es peor. Yo no soy líder, así que cuando viajo acompañada me suelo amoldar con bastante facilidad a lo que deciden los demás. Claro que también tengo mis propias opiniones, que a veces hago valer, pero suelo adaptarme sin poner demasiadas objeciones. Estos días sin embargo era todo tan fácil… no hacía falta consensuar, no hacía falta poner nada en común; simplemente hacía lo que quería en todo momento. Cuando quería y al ritmo que quería.
Había olvidado coger la dirección o el teléfono del hotel en el que había hecho la reserva, así que antes que nada tendría que buscar algún sitio con wifi; como suelo viajar ligera de equipaje, no me importó, de hecho casi me alegré de tener una razón para no ir directa al hotel, que estaba en la zona nueva, y poder ir al casco antiguo nada más llegar. Desde el autobús iba viendo ese paisaje verde tan verde que tiene Galicia, y me di cuenta de cuánto lo echo de menos al vivir en Madrid. La mayoría del camino iba pensando casi con incredulidad “Ya estoy aquí; en unos minutos voy a estar en Santiago”.
El autobús me dejó en la Plaza de Galicia, en la zona nueva. Reconocía la plaza, pero no me acordaba de dónde estaba nada, no sabía hacia dónde tenía que dirigirme, y me entristeció un poco haberlo olvidado todo. Había vivido allí un año, y Santiago no es tan grande, pero de eso habían pasado catorce años, y no recordaba nada. Comencé a andar hacia donde me llevó mi intuición, y poco a poco me fui sorprendiendo de cómo mis pies sí parecían conocer el camino. En seguida llegué al casco antiguo. Aún no acababa de asimilar que ya estaba allí, en Santiago. Aunque volvía a brillar el sol, las calles, de piedra, estaban aún mojadas, y tenían ese brillo tan especial que hace que Santiago sea tan bonito incluso cuando llueve.
Me cruzaba con la gente y oía retazos de sus conversaciones, cantadas con ese acento tan dulce que parece que te mece y que te acoge. Iba recorriendo las calles que tantas veces había andado, reconociéndolas; Rúa do Franco, Rúa do Vilar… el pecho me iba a estallar de alegría. De repente sin darme cuenta había llegado a la Plaza de Platerías –mi plaza favorita de Santiago, una de las que hay alrededor de la catedral- justo cuando sonaban las campanadas de las doce. Un músico de jazz estaba tocando la guitarra. Creía que iba a llorar de felicidad. Incluso ahora escribiéndolo me sobrecoge recordarlo; fue un momento mágico.
No voy a extenderme en detalles sobre cómo pasé los cuatro días que estuve allí, pero sí diré que hubo cientos ocasiones en los que me di la enhorabuena por haber decidido ir, en los que me alegraba inmensamente de “haberme llevado” allí, y hasta me daba las gracias. Me decía a mi misma en voz alta “¡Qué lista he sido!” o con una sonrisa entre ufana e infantil: “Ah… ¡gano!” Llevaba una sonrisa permanente en los labios de la que solo era consciente cuando me daba cuenta de que la gente se me quedaba mirando. El último día, que había llovido, iba haciendo mi ronda de despedida por Santiago y me llegó un rayo de sol entre las nubes. Miré hacia el cielo con los ojos entornados y esa sonrisa de placidez y agradecimiento. Entonces oí a mi lado: “The sun is good for your heart” Miré y vi un guiri que me estaba mirando a su vez con una sonrisa “I know... and for your spirit” Luego nos deseamos un buen día y seguimos nuestros caminos.
Me ha sorprendido mucho descubrir lo bonito de viajar sola. No digo que sea mejor que viajar acompañada, solo que no es peor. Yo no soy líder, así que cuando viajo acompañada me suelo amoldar con bastante facilidad a lo que deciden los demás. Claro que también tengo mis propias opiniones, que a veces hago valer, pero suelo adaptarme sin poner demasiadas objeciones. Estos días sin embargo era todo tan fácil… no hacía falta consensuar, no hacía falta poner nada en común; simplemente hacía lo que quería en todo momento. Cuando quería y al ritmo que quería.
Estoy segura de que haré más escapadas sola, ahora que he aprendido que me gustan, pero parece que El Camino de Santiago en bici no será la próxima, porque hablando con Quique a mi vuelta me dijo que también él tenía muchas ganas de hacerlo. Además llevamos mucho tiempo queriendo hacer un viaje los dos solos; veinticuatro años hace que nos conocemos y aún no se había dado la ocasión. Si todo sale bien, este será el primero, y añadiré una más a mi lista de razones por las que Santiago es una ciudad especial para mí.
primer!
ResponderEliminarJodder! ¡Pero si aún estaba retocando algunas cosas! Ahora confiesa... ¿Lo has leído antes de comentar? ¡No me vuelvas a las andadas, Feroz! XD
ResponderEliminar:(
ResponderEliminartercer....
qué tal el Vizconde demediado??
Pues El Vizconde demediado me gustó, pero en plan cuentito. Bastante adecuado para leerlo de vacaciones, la verdad. Volví a la biblio con la lista de libros que me habíais recomendado Misstake y tú, y de nuevo todos prestados. Pero saqué otro de Italo Calvino; Las Cosmocómicas. Ayer lo empecé a leer... flipante. Con un estilo entre surrealista y cuento, que me encantó. De hecho me recordó a algunos comentarios que nos deja por aquí Feroz. Feroz; ¡tienes que echarle un vistazo! :)
ResponderEliminarno tengo el placer de conocerlo, tengo a medias Las Ciudades Invisibles.
ResponderEliminar(hace mucho que no me visitas..)
Te acabo de visitar hoy y me he puesto al día! Tómame la lección; me lo sé todo, todo. Lo que pasa es que mi conexión pirateada no está funcionando muy bien últimamente, con las consecuencias que ello conlleva y solo puedo conectarme en el curro, prácticamente :( Y dile a Misstake que se ponga las pilas y nos cuente algo nuevo! Jajaja... Prometo comentar pronto. ;)
ResponderEliminar¿el qué, el qué? questaba distraido.
ResponderEliminar¿vizconde qué?
¿royo Boris vian?
¡Como Boris Vian, exacto! Lo iba a haber dicho yo, de hecho -La espuma de los días fue uno de mis libros favoritos durante un tiempo. Pero eso, este de Italo Calvino, Las cosmicómicas es muy bueno también. Son cuentos, en realidad, y solo me he leído el primero, pero… eso; Boris Vian. Mola.
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