Siempre he sentido cierta debilidad por desafiar a "la autoridad" –o por tocarles un poco las narices, más bien. No necesito hacerlo de manera ostentosa, sino que utilizo métodos inocentes; me niego vehementemente a dejar la mochila en las taquillas del super aduciendo que “es mi bolso” -aunque en realidad el bolso lo llevo dentro- y les dejo perseguirme por los pasillos intentando convencerme de que la deje, mientras yo sigo haciendo mi compra. O meto el billete en el torniquete del metro haciendo que lo estoy escondiendo de la mirada del de seguridad, para que me llame la atención y me haga enseñárselo creyendo que me ha descubierto. Y entonces le enseño el billete y no le pasa nada… Tonterías así. No lo hago mucho, pero cuando lo hago lo disfruto.
Un día del verano pasado Iñaki me propuso una nueva idea: a la
salida del metro, cuando hubiera un segurata, saltar los torniquetes como hace la gente cuando se cuela, a ver qué pasaba. La apuesta era que el segurata reaccionaría al salto alarmado, como un pitbull bien entrenado, pero en realidad no tendría nada que reprender y se le cortocircuitaría el cerebro. Me encantó la idea, pero me desanimó que yo no cojo mucho el metro, así que aunque me propuse recordarlo y hacerlo, pensé que probablemente se me olvidaría.
Hoy he cogido el metro para hacer una sustitución de una profe que estaba malita. A la vuelta, a la salida en Puerta de Toledo, había bastante gente pasando por las puertecillas esas magnéticas de la salida, y se había formado una suerte de cola. A veces habilitan uno de los torniquetes de entrada para que se pueda usar también para salir, pero hoy no estaba encendida la flechita verde. Y de repente se me ha ocurrido pasar de todas formas, pero saltándolo. Y he mirado y había segurata. Y me he acordado de aquella propuesta tan buena…
…Y cogiendo impulso he saltado con una sonrisa de satisfacción en los labios, deseando con malicia el comentario del de seguridad; su llamada de atención. Y yo ya estaba preparando mi respuesta; hacerme la tonta y decir algo así como: “¿Eh? Pero… ¿y qué pasa? Si yo no me he colado ni nada, ¿no? Tengo mi billete…
Y lo siguiente que he visto ha sido el suelo a un palmo de mi cara. Los vaqueros no han dado de sí lo suficiente y se me ha enganchado el pie en el torniquete. Y una vez en el suelo, intentando recomponer mi herido orgullo, he oído una voz que decía “¿Señorita, está usted bien?” El segurata. Y yo: “Sí, estoy bien…” con voz seca, sin sonrisa de agradecimiento por su asistencia, claro. Me he levantado y sin mirarle a la cara he seguido andando con gran vergüenza, y he subido las escaleras de dos en dos, para que quien me hubiera visto caerme no sintiera más conmiseración que la justa.
Cuando he llegado a casa me he notado un dolor entre el pecho y la espalda, en el lado derecho. Quizás he descubierto dónde reside el orgullo.
Un día del verano pasado Iñaki me propuso una nueva idea: a la

Hoy he cogido el metro para hacer una sustitución de una profe que estaba malita. A la vuelta, a la salida en Puerta de Toledo, había bastante gente pasando por las puertecillas esas magnéticas de la salida, y se había formado una suerte de cola. A veces habilitan uno de los torniquetes de entrada para que se pueda usar también para salir, pero hoy no estaba encendida la flechita verde. Y de repente se me ha ocurrido pasar de todas formas, pero saltándolo. Y he mirado y había segurata. Y me he acordado de aquella propuesta tan buena…
…Y cogiendo impulso he saltado con una sonrisa de satisfacción en los labios, deseando con malicia el comentario del de seguridad; su llamada de atención. Y yo ya estaba preparando mi respuesta; hacerme la tonta y decir algo así como: “¿Eh? Pero… ¿y qué pasa? Si yo no me he colado ni nada, ¿no? Tengo mi billete…
Y lo siguiente que he visto ha sido el suelo a un palmo de mi cara. Los vaqueros no han dado de sí lo suficiente y se me ha enganchado el pie en el torniquete. Y una vez en el suelo, intentando recomponer mi herido orgullo, he oído una voz que decía “¿Señorita, está usted bien?” El segurata. Y yo: “Sí, estoy bien…” con voz seca, sin sonrisa de agradecimiento por su asistencia, claro. Me he levantado y sin mirarle a la cara he seguido andando con gran vergüenza, y he subido las escaleras de dos en dos, para que quien me hubiera visto caerme no sintiera más conmiseración que la justa.
Cuando he llegado a casa me he notado un dolor entre el pecho y la espalda, en el lado derecho. Quizás he descubierto dónde reside el orgullo.